Todo empieza con tu curiosidad, esa manera de preguntar con la que conviertes a cualquiera en el invitado especial de la noche. Indagas en sus raíces, en sus deseos cumplidos, en los anhelos pendientes; y mantienes la mirada cuando te habla de excusas y rarezas, de todo por lo que alguna vez sintió que tenía que apartarse de la vida. Te sales de tu cuerpo, y te pones al servicio para exculpar los naufragios y aguar las heridas.
Y así, creas un nuevo héroe: una estatua moldeada a tu medida que empujas hasta subir a un pedestal. En ese momento, la admiración da paso a la inquietud. “¿Cuándo es mi turno? ¿No se trataba de un juego de ida y vuelta? ¿Cuándo pronunciará mi nombramiento como heroína?”, te preguntas. El modo espera se te agota mientras tu laureado compañero ya ha cambiado de tema. Entonces, te delatas. Las luces y las sombras de tu boca quedan en evidencia. Tu señor se convierte en hombre y baja por la escalerilla de atrás. Tú te quedas sin palabras y te empeñas en besar la cabeza de tu Jokanaan de turno. Su rostro esconde un espejo que te cuesta ver, pero lo soportas y te miras hasta que te gustas, hasta que regresas a tu sitio y sostienes todo lo que queda a tu nombre, hasta que luces como la estrella más brillante de tu noche.