Bikinis a la sombra

El bronceado disimula la palidez de unas carnes sobrevivientes de historias que las tumbaron en la arena temporada tras temporada. Cuerpos casi al descubierto, casi rendidos, bajo una tela que deshonra los rincones donde se cuece la alquimia. Una tela que se olvidó de ser velo tras un cambio de estación y se empeña en eternizar la primavera. Caras al sol pidiendo un milagro mientras sus manos aguardan llenas de frutos maduros con un néctar que se desprecia verano tras verano.

Discursos en la orilla, oraciones subordinadas sobre ellos y ellas, palabras de más sobre amigas con hambre de hombre. Piel tatuada que mira con nostalgia los destellos de vida entre el vaivén del agua. Cuerpos que avanzan hacia las olas con aires de segunda oportunidad y unos pies mojados que se anclan en la línea de salida, a un paso de que el mar se despliegue en sus vientres, y geste nuevas palabras, ritmos, paisajes.

Una mujer con mi nombre ha cruzado la frontera. Consciente de la ausencia de miradas cómplices, se giraba hacia atrás cuando el agua le alcanzaba los muslos; pero la escena a su espalda ya no era opción: retroceder la habría atrapado en la arena, pronunciando promesas que la brisa silenciaría. Su opción elige entregarse, permitir que la frialdad la atraviese hasta las ondas de su cabello y exponerse al sol para sentir el anhelado balance en sus adentros. Sirena que selecciona sus escamas, que recordó su paso y se permite aprender en tierras que todavía no sabe conjugar. Antes de avisar a las demás, se canta hacia dentro y dibuja frases de amor en la arena para recordarlas cuando se acerque de nuevo a esa línea abismal, donde una piedra te pregunta cada vez si la quieres besar en la cara o en la cruz, si prefieres luz o te quedas en la sombra.

Las Arenas, mayo de 2022.

Parirse

Hace tiempo que me convertí en una mujer sin darme cuenta. Hace tiempo que mi boca adquirió la capacidad de pronunciar síes, noes, gritos, versos, gemidos, silencios, susurros, preguntas, sospechas, sentencias. Hace tiempo que mis curvas definen a una mujer, como las que alzan el cuerpo y la voz, como las que viven a base de suspiros. Hace tiempo que mi vientre intenta parirme a mí misma, a base de llamas que templo en su camino a mis labios, ahorrándome los dolores de parto. Emito una leve brillantina, muestra de una eterna promesa. Demasiado ruido, demasiado frío, demasiada mirada y oído periféricos, demasiado cansancio, demasiada pena, demasiado peso, demasiado pasado… una lista que se agota y se aburre de sí misma sobre la marcha, entre atajos grises. Me detengo y miro mi vientre, me palpo en busca de aquella llama, sintiendo el desgarro que tanto esquivé. Me arremango en esa cueva cálida, que siempre me espera, a pesar de mis desaires. Recorro los rincones, barro otra vez las palabras sinsentido, extiendo mi mano a viejos conocidos. Los reúno en una antigua mesa de negociaciones con ansias de interrogatorio, pero ellos sólo esperan mi última palabra tras darse cuenta de su afán de protagonismo. Me evito las promesas al aire, me levanto de la mesa y me limito a mirar el fuego, maestro al que vuelvo. Me abraza, me agarra la cara por las sienes; sabe de mis tendencias dispersas. Se acerca, se acerca más, temo quemarme, mi carne se enrojece mientras me susurra al oído. Me recuerda los secretos de la cueva, donde yo solía bailar cubierta por velos y la cara abierta mientras repartía flores. Se despide, no me quiero soltar, le pido que me acompañe, que me lleve de la mano. Él vuelve a su hoguera tras acariciarme por última vez. El ardor me anima a marcarme un ritmo, que sigo torpemente por vías de claroscuro; luces y sombras que corretean entre mi cabeza y mis piernas mientras pongo orden y levanto el pecho, que palpita recordándome mi dominio, poder de usar y disponer de lo mío.