El bronceado disimula la palidez de unas carnes sobrevivientes de historias que las tumbaron en la arena temporada tras temporada. Cuerpos casi al descubierto, casi rendidos, bajo una tela que deshonra los rincones donde se cuece la alquimia. Una tela que se olvidó de ser velo tras un cambio de estación y se empeña en eternizar la primavera. Caras al sol pidiendo un milagro mientras sus manos aguardan llenas de frutos maduros con un néctar que se desprecia verano tras verano.
Discursos en la orilla, oraciones subordinadas sobre ellos y ellas, palabras de más sobre amigas con hambre de hombre. Piel tatuada que mira con nostalgia los destellos de vida entre el vaivén del agua. Cuerpos que avanzan hacia las olas con aires de segunda oportunidad y unos pies mojados que se anclan en la línea de salida, a un paso de que el mar se despliegue en sus vientres, y geste nuevas palabras, ritmos, paisajes.
Una mujer con mi nombre ha cruzado la frontera. Consciente de la ausencia de miradas cómplices, se giraba hacia atrás cuando el agua le alcanzaba los muslos; pero la escena a su espalda ya no era opción: retroceder la habría atrapado en la arena, pronunciando promesas que la brisa silenciaría. Su opción elige entregarse, permitir que la frialdad la atraviese hasta las ondas de su cabello y exponerse al sol para sentir el anhelado balance en sus adentros. Sirena que selecciona sus escamas, que recordó su paso y se permite aprender en tierras que todavía no sabe conjugar. Antes de avisar a las demás, se canta hacia dentro y dibuja frases de amor en la arena para recordarlas cuando se acerque de nuevo a esa línea abismal, donde una piedra te pregunta cada vez si la quieres besar en la cara o en la cruz, si prefieres luz o te quedas en la sombra.
Las Arenas, mayo de 2022.