Dime
Dime que soy la mejor; repíteme otra vez todos los superlativos. Dime que soy la que más te inspira en la noche y más te distrae en el día. Dime que soy la más discreta, la que mejor se traga tu argumento. Dime que soy la que más te alivia la herida; la que mejor te entiende, la que nunca se enfada.
Dime que soy la que mejor maneja tus silencios; la que mejor calla mientras te otorga derechos sobre su cuerpo. Dime que soy la que más quieta se queda, la que casi ni respira, la que aprende a sobrevivir con lo básico; la que más espera, la que menos molesta, la que más aguanta; la incondicional.
Dime que soy la que menos necesita, la que no quiere nada, la que no pide nada. Dime que soy la que mejor finge que disfruta al subirse en la montaña rusa; la que más te quiere mientras cree que te ama.
Déjame
Déjame delegar en ti mi salvación, mi definición con nombre y apellidos. Déjame construir en ti un pequeño nido, un refugio, un rincón discreto donde apoyarme. Déjame convertirte en mi escudo para protegerme al salir al mundo.
Déjame hacerte cargo de mis límites y mis varas de medir. Déjame distraerme contigo mientras te regalo mi brillo, y me olvido de mis herramientas y mis deseos. Déjame usarte como diccionario, biblia y ley. Déjame convencerte de que me necesitas; déjame salvarte.
Me alejo, me alejo de mi piel para esquivar el dolor; vuelo a la tierra de las teorías infinitas para entender mi censura, mi quietud, mi obsesión. Ideas dispersas y dispares inundan mi cabeza, que termina rindiéndose ante un cuerpo doliente. En las entrañas, se amontonan las palabras que respiran, marcan líneas en la arena, alzan la voz y escriben su versión de la historia. Párrafos que flotan entre la sangre tragada por las frases que arañan y que se acumula en el vientre siglo tras siglo.
Una piedra negra de fuego entra entre mis piernas y purga el silencio, la identidad difuminada, el lloriqueo constante que nunca se atrevía a retirarse de mesas en las que ya no servían nada. Al fin, un escalofrío me empuja a soltarme de los imperativos. En el vacío, miro alrededor y sólo quiero acercarme a los reflexivos. Acompañada por manos amables, busco lugares con tiempo para conjugar en primera persona nuevos verbos de amor. Todavía sin admitir esta mirada medio dormida, esta piel con costuras de oro, pruebo nuevos ritmos para transitar la lista de tareas a mi nombre. Aparecen los primeros cimientos, discretos pilares que dan paso a las paredes, al aroma a hogar. Un día, incluso me atrevo a poner una puerta, una puerta con timbre. Creo que estoy volviendo a casa. Espera, están llamando. ¿Me deseas suerte? Es la era del indicativo.