Parirse

Hace tiempo que me convertí en una mujer sin darme cuenta. Hace tiempo que mi boca adquirió la capacidad de pronunciar síes, noes, gritos, versos, gemidos, silencios, susurros, preguntas, sospechas, sentencias. Hace tiempo que mis curvas definen a una mujer, como las que alzan el cuerpo y la voz, como las que viven a base de suspiros. Hace tiempo que mi vientre intenta parirme a mí misma, a base de llamas que templo en su camino a mis labios, ahorrándome los dolores de parto. Emito una leve brillantina, muestra de una eterna promesa. Demasiado ruido, demasiado frío, demasiada mirada y oído periféricos, demasiado cansancio, demasiada pena, demasiado peso, demasiado pasado… una lista que se agota y se aburre de sí misma sobre la marcha, entre atajos grises. Me detengo y miro mi vientre, me palpo en busca de aquella llama, sintiendo el desgarro que tanto esquivé. Me arremango en esa cueva cálida, que siempre me espera, a pesar de mis desaires. Recorro los rincones, barro otra vez las palabras sinsentido, extiendo mi mano a viejos conocidos. Los reúno en una antigua mesa de negociaciones con ansias de interrogatorio, pero ellos sólo esperan mi última palabra tras darse cuenta de su afán de protagonismo. Me evito las promesas al aire, me levanto de la mesa y me limito a mirar el fuego, maestro al que vuelvo. Me abraza, me agarra la cara por las sienes; sabe de mis tendencias dispersas. Se acerca, se acerca más, temo quemarme, mi carne se enrojece mientras me susurra al oído. Me recuerda los secretos de la cueva, donde yo solía bailar cubierta por velos y la cara abierta mientras repartía flores. Se despide, no me quiero soltar, le pido que me acompañe, que me lleve de la mano. Él vuelve a su hoguera tras acariciarme por última vez. El ardor me anima a marcarme un ritmo, que sigo torpemente por vías de claroscuro; luces y sombras que corretean entre mi cabeza y mis piernas mientras pongo orden y levanto el pecho, que palpita recordándome mi dominio, poder de usar y disponer de lo mío.

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