Me siento fuerte cuando, al fin, dejo todo y me siento a escribir. Cuando aparto el ruido, mi ruido, tantas miradas hacia fuera, hacia lo que duele, hacia lo que distrae. Lo rozo, lo toco, doy vueltas alrededor, pero sin atreverme a entrar. Otra vez, no entiendo nada. Hablo, hablo mucho sobre las heridas, rememorando las circunstancias, las declaraciones, y sigo hablando de ello, como ahora, perdiendo fuerza y foco.
Me siento fuerte cuando miro esa caja en medio de todo; me arremango, la nombro, le quito el polvo; voy filtrando lo que encuentro: bolsa para donar, bolsa para tirar, bolsa para arreglar. El armario, la habitación, la mesa, el bolso, la mañana, el día, la semana… bendito orden lógico. Me vuelvo a caer en medio de un recuerdo que me tumba en la cama; busco información relacionada, nueva lógica que aplicar; de nuevo, dar vueltas sobre un eje que se convierte en una espiral, y me aleja del tiempo y el espacio; me desploma en el suelo sin saber dónde estoy ni qué hora es.
Respiro, abro un ojo, mi cuerpo está entero, lo agradezco, es otra oportunidad, me queda otra vida, por dónde empiezo ahora. Mi cuerpo pesa, pero se tambalea, anda torpe. De nuevo, las pautas: retomar el orden, empezar por algún lado; empiezo por el cuerpo. Dejo todo como está y echo a andar, parece que mi cuerpo funciona, hay esperanza, respiro. Regreso, empiezo por un rincón, un rincón de mi piel, una esquina reseca que me esperaba mientras yo miraba por la enésima ventana. Me disculpo de nuevo, ya estoy aquí, palabra de madre arrepentida. Mi cuerpo me recibe de nuevo mientras escucha mis renovadas promesas.
¿Y cuándo me siento fuerte? Paso a paso, estoy en ello. De momento, mi cuerpo está casi listo, como una niña recién peinada y «bien de colonia». Mis piernas avanzan hacia la mesa, allí me esperan todas las teclas para seguir formando palabras, que podré compartir y salir ahí fuera con la tarea hecha. Una masa de aire espeso se precipita hacia mí. Me dejo llevar; una montaña rusa que regresa al pasado y al futuro sin escalas, sin pisar tierra, sin hacer pie, sin estar aquí, ahora. No me atrevo ni a oler, casi ni inspiro, las escenas se suceden rápidamente, con múltiples personajes sujetos a un guion caótico. Stop, alguien me para, una mano amable que apaga todas las luces de ese cine abierto 24 horas. “¿Querías ver todas esas películas?”, me pregunta. “Sí”, le respondo con pudor. Podemos empezar por una. Me dejo llevar y me siento a su lado. Me cuenta sin prisas la historia de una niña que corretea y canta por los montes, que se queda en casa sola para arreglarse a su ritmo, a su manera, que se siente fuerte cuando reaparece por las cortinillas del patio, como si estuviera recién llegada de un templo donde ella es la reina. Su reino la acompaña, a veces, con silencio, otras, con palabras, dudas, dolor, pero ella siempre respira. Una historia sencilla y extraordinaria, hecha a mano, palabra a palabra, con épocas de boca cerrada, de cuerpo encogido, de melodías lentas que animan a recalcular. La niña se convierte en mujer, y se atreve a poner puntos y finales a los cuentos, incluso a titularlos, como si colocara un foco que la ilumina, por si alguien se quiere asomar. No se trata de un neón intermitente: es una luz luminosa, amable, como de atardecer de un pueblo manchego, un aire a desesperanza que se salva en el último centímetro del paisaje gracias a una segunda oportunidad. Una caricia, una inspiración, un desvío oportuno, un sonido de agua corriendo entre las piedras secas.
Me siento fuerte al recordar y al contar esas otras oportunidades, que sí llegaron; me siento fuerte al encarnar la siguiente oportunidad. No quiero pronunciar esa ni otras palabras que hagan brindis al sol, pero me las bebo letra a letra, como combustible para parir mis criaturas, mirar su mano derecha y su mano izquierda, y decirle a cada una: “Estoy contigo, ¿qué necesitas?». “Amor, como siempre”, responden. “Lo sé”, coincido. “De momento, me tenéis a mí… ¿Y si hacemos una tarta con forma de corazón?”, les propongo para animarlas. Sin quitar la cara de desconsuelo, responden que se la comerían enseguida y ya no verían el corazón nunca más. Les doy la razón. Les propongo otras opciones, como tejer un mantel con la misma forma o dibujar un corazón en la arena… Me rechazan una tras otra. Tras un silencio, les digo: “¿Y si directamente nos convertimos en el amor?” Medio dormidas, ni levantan la cabeza. “Despiértanos cuando tu propuesta tenga un mínimo de lógica, por favor”. “Es en serio”, les insisto. Podemos invertir la ecuación, como si nos transformáramos en una granja en lugar de comprar todo en un supermercado. Al principio, lo que cultivemos sería para nosotras, pero, a medida que cojamos ritmo, podremos compartirlo, así, de manera natural. “Esa es la clave: algo que sea natural para nosotras, sin que nadie nos lo recuerde”, me susurro a mí misma. Empiezan a abrir un ojo para escucharme mejor. “¿Por ejemplo?”, me dice la mano derecha. “No sé, yo ahora tampoco lo tengo muy claro. De momento, necesitamos despejarnos, que nos dé el aire, mover el cuerpo”.
Mientras paseamos las tres descalzas, la mano izquierda forma palabras con las letras que encuentra, imagina historias mágicas con los números y recita versos a las flores del paseo. La mano derecha se pregunta por la vida de la gente: ¿Por qué miran al suelo? ¿Adónde van tan rápido? ¿Para qué se arreglan tanto o tan poco? ¿De qué hablan en esa mesa? ¿Por qué tanto enfado? ¿Por qué tanto desprecio del otoño, tanta idealización de la primavera? ¿Dónde encuentra esa gente los corazones? ¿Acaso los han encontrado? Entre preguntas y versos, ambas manos miran su propia piel, sintiéndose sujeto y complemento. Las miro de reojo y las aprieto un poco más fuerte. Todavía no se han dado cuenta, pero sus dedos cada vez son más rosados.
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